Y antes de dar las nueve, entre la primera y la última de las llamadas a la Santa Misa, la tensión se hizo notar a flor de piel, ya nadie sabía donde estaba nada, ni nadie sabía lo que debía hacer, ni tan siquiera creíamos, todos y cada uno de nosotros, que fuese posible hacer brotar la voz de nuestra gargantas...
Pero las campanas cumplieron su tercer toque, las agujas del reloj formaron un perfecto angulo recto en que la más grande quería acercarse a Dios señalando las doce y la pequeña de las agujas se quedaba, señalando las nueve, más cerca de nosotros, para invitarnos a entrar en el Templo.
Nuestros niños, a los que hemos querido siempre hacer el centro de nuestras más importantes participaciones en la Eucaristía, se adentraron en la iglesia en que se bautizaron y en la que algunos de ellos ya han recibido su primera comunión. Pero se adentraron en pos de la imagen de María para poner, a sus pies un sencillo ramo de margaritas blancas, como sus almas.
Tras ellos, lento, orgulloso de llevar en su centro la imagen de la que ha sido nombrada como Casa de Dios, nuestro Simpecao precedía a un grupo, a un coro que creía no poder emitir nota musical alguna hasta que Angel, nuestro director, con la mano firme y segura del que sabe lo que hace, hizo que los primeros acordes de una hermosa plegaria intentasen acariciar las almas de los adamuceños allí reunidos para, juntos, llegar hasta Dios de la mano de María, de María Santísima del Sol.
Os puedo asegurar que todo lo que, unidos, pudimos vivir aquel catorce de agosto durante la celebración de la Sagrada Misa puede tener muchos adjetivos pero se, y creo no equivocarme, que todos y cada uno de los que pudimos enriquecernos con aquella Eucarístía, tenemos un adjetivo, una forma íntima para archivarlo en nuestros corazones...
Nuestro Bendito Simpecado representa a María en nuestras vidas y la esculpe en nuestras almas y nos acompañará, como merece, con todo el honor que seamos capaces de ofrecerle, por esos caminos de Dios. Esos que, al principio de aquella bien vivida Eucarístia, pedimos a María que nos deje vivir...
Pero las campanas cumplieron su tercer toque, las agujas del reloj formaron un perfecto angulo recto en que la más grande quería acercarse a Dios señalando las doce y la pequeña de las agujas se quedaba, señalando las nueve, más cerca de nosotros, para invitarnos a entrar en el Templo.
Nuestros niños, a los que hemos querido siempre hacer el centro de nuestras más importantes participaciones en la Eucaristía, se adentraron en la iglesia en que se bautizaron y en la que algunos de ellos ya han recibido su primera comunión. Pero se adentraron en pos de la imagen de María para poner, a sus pies un sencillo ramo de margaritas blancas, como sus almas.
Tras ellos, lento, orgulloso de llevar en su centro la imagen de la que ha sido nombrada como Casa de Dios, nuestro Simpecao precedía a un grupo, a un coro que creía no poder emitir nota musical alguna hasta que Angel, nuestro director, con la mano firme y segura del que sabe lo que hace, hizo que los primeros acordes de una hermosa plegaria intentasen acariciar las almas de los adamuceños allí reunidos para, juntos, llegar hasta Dios de la mano de María, de María Santísima del Sol.
Os puedo asegurar que todo lo que, unidos, pudimos vivir aquel catorce de agosto durante la celebración de la Sagrada Misa puede tener muchos adjetivos pero se, y creo no equivocarme, que todos y cada uno de los que pudimos enriquecernos con aquella Eucarístía, tenemos un adjetivo, una forma íntima para archivarlo en nuestros corazones...
Nuestro Bendito Simpecado representa a María en nuestras vidas y la esculpe en nuestras almas y nos acompañará, como merece, con todo el honor que seamos capaces de ofrecerle, por esos caminos de Dios. Esos que, al principio de aquella bien vivida Eucarístia, pedimos a María que nos deje vivir...